Mi Viaje: El Origen de un Médium

Desde muy pequeño supe que mi vida no sería igual a la de los demás. No lo decidí, simplemente sucedió: a los ocho años empecé a percibir presencias, a ver y a escuchar almas que habían partido de este plano. Para muchos, aquello podía ser fantasía o miedo; para mí, era tan real como respirar. Imagínate a un niño que no comprende por qué ve lo que otros no ven, que siente lo que otros no sienten, y que aun así elige no apagar esa sensibilidad. Ese fue mi primer gran aprendizaje: no huir de lo que el alma me mostraba, sino aprender su lenguaje. Con el tiempo, entendí que esa capacidad no era un privilegio ni un castigo, sino una llamada profunda al servicio.

Crecí entre silencios respetuosos y preguntas sin respuesta. Me observaban con curiosidad, y a veces con duda. Mientras tanto, yo abría camino a tientas, tratando de nombrar lo innombrable. Descubrí que lo invisible no es menos verdadero: es un aspecto sutil de la realidad que pide delicadeza y amor para manifestarse. Aprendí a distinguir la imaginación del mensaje, la emoción del discernimiento, y a cuidar algo esencial: la intención con la que me aproximaba a cada experiencia. Si la intención es amor, la percepción se ordena. Si la intención es miedo, la percepción se distorsiona.

En mi adolescencia empecé a reconocer patrones: las almas que se acercaban no buscaban asustar, sino completar ciclos, cerrar historias, traer paz a quienes aún permanecían en este lado del velo. Traían mensajes simples, a veces una sola palabra, otras un gesto que el corazón del destinatario podía reconocer. Comprendí entonces que mi papel era el de un puente. Un puente no es protagonista de la historia; sostiene el paso y respeta el destino de quienes lo cruzan. Mi oficio, con los años, se volvió un trabajo de artesano: silencio, escucha y un gran amor por la verdad.

Convertir un don en camino requiere método y humildad. No alcanza con percibir; es preciso ordenar lo que se percibe y aprender a cuidarlo. Estudié, me formé, busqué comprensión en la filosofía, la psicología, la meditación y el cuerpo. Aprendí que el alma habla a través de la mente y del cuerpo, que el dolor tiene memoria y que la sanación pide coherencia. Así nació mi forma de trabajar: pidiendo permiso, honrando el tiempo de las personas, encarnando la ética del cuidado y evitando todo determinismo. No vine a dictar destinos; vine a recordar la libertad que a veces olvidamos.

La primera vez que una familia me agradeció por un mensaje de despedida, sentí el sentido más hondo de lo que hago. La paz en un rostro que llevaba años de peso es una evidencia íntima que no necesita demostraciones. No intento convencer a nadie. Invito a sentir. Cuando el corazón reconoce una verdad, el cuerpo se afloja, la mente deja de luchar y el alma recupera espacio. Ese es el milagro cotidiano de este camino: ver cómo el amor organiza la vida cuando se le abre la puerta.

Con el tiempo, todo en mí se simplificó en una certeza: El Amor Todo Lo Puede. No como consigna vacía, sino como práctica concreta. Amar es escuchar sin juicio, es hablar con honestidad, es sostener el dolor sin apresurarlo, es celebrar la vida con gratitud. Amar es también poner límites y decir que no cuando algo nos aparta de la verdad. Desde ese amor, cada lectura del ser, cada encuentro, cada taller se convierte en un espacio sagrado de reconocimiento. Porque en el fondo, no vengo a decirte algo que no sepas; vengo a ayudarte a recordar lo que tu alma ya sabe.

Mi método se apoya en la coherencia de la Totalidad en 3: cuerpo, mente y alma. Si la mente corre, el cuerpo se tensa; si el cuerpo duele, la mente se confunde; si el alma se apaga, todo pierde sentido. Por eso integro respiración, meditación, conciencia corporal y palabra honesta. Cuando un mensaje llega, lo cuidamos entre todos: lo interpretamos con serenidad, lo integramos con respeto, y lo ponemos al servicio de la vida presente. La mediumnidad no es espectáculo. Es una oportunidad de cerrar heridas y de abrir caminos más libres.

A lo largo de los años, he sido testigo de transformaciones profundas: duelos que se alivian, culpas que se disuelven, relaciones que encuentran un nuevo orden. No porque alguien diga qué hacer, sino porque el amor, como estado de conciencia, ilumina lo que estaba oscuro. El misterio sigue siendo misterio, y eso también se honra. No todo se revela, no todo se comprende con palabras, y esa humildad preserva la pureza de este trabajo. Hay silencios que sanan más que mil discursos, hay gestos que traen más paz que cualquier explicación.

Hoy, cuando miro hacia atrás, no veo una historia extraordinaria, veo una vida decidida a servir. Acompaño a personas en su despertar espiritual, en su búsqueda de sentido, en su proceso de soltar lo que ya no vibra con su verdad. Mi compromiso es con la libertad del ser. No deseo dependencias, deseo autonomía con conciencia. Estoy aquí para recordar que la vida continúa más allá de los velos y que cada experiencia, incluso la más dura, puede convertirse en sabiduría si elegimos el amor como guía.

Este es el origen y el propósito de mi camino: ser puente, cuidar la palabra, honrar el misterio y confiar en la inteligencia amorosa de la existencia. Si este relato tocó algo en tu interior, quizá sea tu alma diciendo “aquí estoy”. A partir de ese reconocimiento, comienza el verdadero viaje.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *